Y aún hay quien siente
que la religión católica está en Honduras amenazada. Y quien afirma,
ingenuamente, que vivimos en un estado laico. No se lo parecería así a
cualquier extranjero que, sin haber sido avisado, se dejara caer por nuestro
país en estos días. Se encontraría con que aquí no existe el matrimonio
igualitario, que el aborto es penalizado, que se prohíbe el uso de métodos
anticonceptivos, que la educación sexual es un problema que atañe únicamente a
la cúpula eclesiástica, que hay docentes que se esfuerzan por convencer a sus
alumnos de que el cosmos tiene un origen divino, que no hay acto público del
gobierno que se encuentre despojado de la presencia de símbolos religiosos, que
es normal que los fotógrafos retraten al presidente arrodillado ante el
cardenal y que ahora mismo en los centros educativos se promueva la enseñanza
de la biblia.
Cómo explicarle a ese extranjero que nos visita que, a pesar de todo lo que ve, hay muchos que no elevamos nuestro corazón al olor del incienso y que, aun respetando el sentir de otros, desearíamos que quienes practicamos el secularismo y el ateísmo no se nos ahogue con un fervor del que no participamos. Porque el laicismo existe justamente no para inhibir el derecho de los creyentes, sino para asegurar nuestro derecho de creer y practicar o no el rito religioso que se nos antoje. Para que esto suceda el Estado debe ser laico, y las leyes e instituciones que de él emanan deben ser y actuar desde un marco de referencia laico. Nada de esto último hay en nuestra Honduras.
Debemos entonces restaurar el carácter laico del
Estado hondureño, y ello pasa por un enfrentamiento directo contra el gobierno
y la alta jerarquía católica. Para retornar a la vieja separación entre el
Estado y la Iglesia se requiere en principio forzar al gobierno para que rompa
los acuerdos suscritos con el Vaticano, obligar al clero a que pague impuestos
por la fortuna que ha construido al paso de los siglos, que cese su injerencia
en aspectos tales como los derechos sexuales y reproductivos de la población y
que no meta sus narices en el desarrollo de la educación, entre otros.